Soplaba el viento en una tarde de verano, que dejaba mi larga cabellera algo desaliñada y, en la aventura de lo desconocido, las ganas me invadían para disfrutar de ella. El escenario lo ameritaba y, entre risillas, fui atraída hacia un pequeño parque, cuando de repente me vi rodeada de muchos niños hasta que llegué a un puesto de helados. Con una sonrisa en el rostro, no dudé en comprarme uno.

«Las pequeñas ganas de estar vivos son más grandes que las opuestas —pensaba—. Sabiendo dónde estamos, no nos permitimos disfrutarlo, pero ¿de qué sirve vivir, entonces?».

Mientras buscaba un banco donde sentarme, los veía riendo y corriendo por el parque, y, entretanto, los árboles y las flores dejaban sentir su fresco aroma en una especie de perfume espontáneo. La mágica tarde estaba en su cúspide, y el sol radiante, pero poco sofocante debido a la brisa del viento, proponía un buen ambiente. De pronto vi un banco casi libre, ya que una mujer estaba sentada, y elegí acompañarla si lo permitía.

Con pisadas suaves, iba tomándome el tiempo, disfrutando el momento mientras, en silencio, una pelota pausó mis pasos. A lo lejos una pequeña soltó su juguete y pedía que se lo devolviera. Le sonreí al instante ante su peculiar mirada, me puse en cuclillas y, a modo de jugueteo, lancé el balón, que la pequeña atrapó cual ave rapaz, y, en respuesta, su madre me lo agradeció con una reverencia.

Al llegar a mi destino no pude preguntar si podía sentarme debido a que la mujer tomó la iniciativa de sonreír y, como una pluma ligera, se deslizó sobre el asiento en ademán de invitación espontánea. Agradecida por ello, descendí en caída libre sobre aquel banco mientras aún sostenía mi helado.

A veces una sonrisa cautiva el alma con la promesa de que todo estará bien; a veces solo necesitamos de ese instante en nuestras vidas para entrar en calma y ser nosotros mismos.

Como deduje, esa sonrisa me había atrapado. Una mujer de piel morena y cabello oscuro en una tarde tan lúcida podía verla de muchos colores. Tenía unos treinta años, y, con la soltura de un niño, la veía sonriendo ante aquel atardecer.

Mientras el espectáculo continuaba, me iba quedando cegada ante tan bella puesta de sol. Cuando de pronto dijo:

—Es una tarde maravillosa. —Y volvió a mostrar aquella sonrisa.

Asentí con la cabeza. La verdad es que no pretendía entablar conversación alguna, pero ella, por el contrario, tenía toda la intención de apropiarse de esa tarde. Entonces continuó:

—Soy Nora Rodríguez. —Otro gesto de asentimiento y preguntó—: ¿Sabes quién soy?

Entonces pensé que tal vez quería llamar la atención y pedía ser escuchada, así que no dudé y le dije simplemente que no. Me miró y se echó a reír.

—Pensé que no estarías oyendo nada —aclaró.

No pude evitar reír. Lo había conseguido. Al parecer tenía buen sentido del humor y un brillo en los ojos que marcaba su notable felicidad.

De pronto, en medio de un suspiro, recostó su espalda sobre el asiento y dijo:

—Parece que fue ayer cuando murió mi abuelo. Esta tarde lo recuerdo aún más.

Daba la impresión de que Nora necesitaba consuelo, o algo así, según podía intuir, pero no estaba segura, o tal vez sí. Entonces proseguí para preguntar con voz dubitativa qué le había ocurrido, y, en medio del reflejo de aquella tarde, su sonrisa hizo una pausa para preguntarme si me gustaría oírlo.

—Por supuesto —confirmé…

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